Reseña crítica: Entre las épicas religiosas y silentes de Cecil B. De Mille y los films de significación espiritual de Robert Bresson, mística de Carl Th. Dreyer o alegórica de Ingmar Bergman tenemos a este Frank Borzage que, bajo el corset de los estudios y las presiones de la Liga de Decencia, acomete con un sólido film que parte de la aventura exótica intramuros para pasar por el film romántico, el drama de seres despojados, la travesía al garete en alta mar y el regreso al punto de partida. El conjunto es, claro está, un viaje iniciático y el desencadenante es un personaje que surge de la nada y de quien parecen fluir poderes sobrenaturales. En la famosa Isla del Diablo el recluso Verne (Clark Gable) pasa largas temporadas de aislamiento por cada intento fallido de fuga. El director de la prisión (Frederic Worlock) le advierte no desde la figura cruel y autoritaria sino como un padre pero Verne no está dispuesto a doblegarse. Como último recurso, el responsable decide derivarlo al grupo de reos que marcha al puerto a prestar tareas de estibaje de los mercantes. Más allá de los muros de la prisión, están los invisibles pero infranqueables de la selva y, en el improbable caso que lo logre, tendrá un mar para llegar al continente. Sin embargo, los pocos que han logrado atravesarlo se encuentran que al final del camino los está esperando el director con sus huestes. ¿Quién intentaría fugarse ante tantos obstáculos? En el puerto Verne conoce a una prostituta, Julie (Joan Crawford), que acaba de llegar para trabajar en el bar entreteniendo a los hombres libres del lugar. El flechazo es instantáneo y cada uno lo manifiesta tratando odiosamente al otro: a la primera de cambio, Julie lo entrega a los guardias y, en el posterior careo con el director de la prisión, Verne afirma que ella le dejó pasar a su cuarto, que le equivale a su expulsión del puerto. Entre uno y otro de estos desplantes, un nuevo reo se incorpora a la fila y se instala en la barraca sin ser notado por los guardias. Se trata de Cambreau (Ian Hunter, actor útil en roles de segundo galán en films de época o aventuras) que interviene en las conversaciones de los reclusos y logra el milagro no de apacigüar a las bestias sino de sembrarles la duda acerca de si deben comportarse como tales. Verne, Julie y Cambreau se involucran en una fuga de varios reclusos comandados por el duro Moll (Albert Dekker), rival en la barraca de Verne y secundados por un arquetípico grupo: el siniestro Hessler (Paul Lukas), que no se arrepiente de sus crímenes y defiende un punto filosófico opuesto a Cambreau; el joven Dufond (John Arledge), que se pliega bajo el ala de Moll - hasta donde los límites de la época permiten - en sugerida homosexualidad; el cobardón Flaubert (J. Edward Bromberg), cuya paranoia le lleva a tratar de matar por una hogaza de pan; y Telez (Eduardo Ciannelli), el fanático religioso que se la pasa leyendo la Biblia y execrando de sus compañeros de reclusión sin darse cuenta de su propia mezquindad. Con semejante elemento humano, Cambreau tiene un día de campo haciéndole ver a cada uno sus propios fantasmas y miedos, asegurándoles una muerte en paz con ellos mismos o, en el caso de los que sobreviven, una vida completamente diferente a la que llevaban. Jaqueando a la protagonista y fuera de este núcleo protagónico, tenemos a Peter Lorre como Monsieur Cochon ("cerdo"), un soplón considerado miserable no solo por aquellos a los que delata sino por las propias autoridades que pagan por sus informes. El resultado fue, a la luz de la crítica de su época, insatisfactorio en lo cinematográfico así como en lo moral. Las intervenciones de Cambreau, a través de largas conversaciones con sus interlocutores, entrecortan la acción y la retraen a un ritmo teatral. Tal vez lo que realmente molestase fuera la pretenciosidad de la figura mesiánica de Cambreau que, despojada cuidadosamente de toda simbología que lo empareje con Jesús, bien podría ser un ángel en oposición a la figura demoníaca de Hessler o incluso una segunda personalidad de Verne (al estilo de Brad Pitt en FIGHT CLUB). La ambigüedad acerca del personaje, manejada con una cuidada iluminación de cada uno de sus primeros planos y del peso de sus diálogos contrastan con un lugar aparentemente secundario tras el constante idilio entre Gable y Crawford. El conjunto compone un film que, debido a la precaución del estudio por no molestar o herir sentires de nadie, termina dejando una labor de interpretación al espectador que se torna en fascinante punto a favor. Aún así, siempre nos queda la frase de despedida de Hessler, refiriéndose al fracaso de Cambreau por reformarlo: "sin un fracaso eventual, tus victorias no tendrían sentido". [Cinefania.com]
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